Housef nunca conoció a Leo Messi
La historia comenzó hace veinte años en una aldea cerca de Dakar. Housef se llamaba El Niño vivaracho que corría y jugaba por las calles polvorientas de la aldea. Elaboraban balones con hojas de maíz que amarraban con una fibra vegetal de cocoteros y con ello » fabricaban» unas pelotas entre redondas y cuadradas que servían para pasar las tardes hasta que caía el inclemente sol y aparecía la fulgurosa luna entre los árboles de caucho y las palmeras que tocaban el cielo.
La aldea quedaba cerca del mar. Muchas tardes, Housef caminaba hasta la arena de esa inmensa playa para ver, junto a sus amigos, el trasiego de los pescadores que preparaban todos los aparejos de pesca para salir al siguiente día, de madrugada, a buscar el sustento.
La madre de Housef, algunos días lo enviaba a intercambiar pescado por los productos de la tierra que sembraban y cosechaban en los pequeños huertos de la aldea. Mijo, yuca, ñame, piñas, plátanos y otros. Housef cantaba canciones europeas que escuchaban en un aparato de radio de un misionero que moraba en la aldea. Housef se las aprendía de escucharlas sólo una vez.
Y la vida pasaba con una tranquilidad agobiante en este poblado africano. La playa, las clases con el misionero, y las largas tardes jugando al fútbol con las pelotas artesanales que no eran ni redondas ni cuadradas.
Una tarde, apareció en la aldea otro misionero que venía a ayudar al único religioso que llevaba años en el poblado y que ya era un poco mayor. Un misionero joven, deportista y que entre sus implementos de equipaje traía tres balones de fútbol.
Esos tres balones de fútbol cambiaron totalmente la vida de la aldea. Los esféricos se convirtieron en el tesoro más preciado que se cuidaba con el más absoluto mimo y esmero. La casa de adobe de los religiosos guardaban los balones y los jóvenes miraban y vigilaban las pelotas como si en un momento determinado se desencadenara una guerra con la aldea vecina y luchasen por llevarse el gran botín que era nada más y nada menos que «tres balones de fútbol».
Pero Housef creció y ya con 16 años sus sueños cambiaron.
Ahora Housef miraba el mar con otros ojos, con otro deseo, con otra pasión. Housef quería emigrar para poder mandar a su aldea un balón para cada uno de los niños. Quería llegar a España y ser como Messi, como Iniesta o como Ronaldo.
Y Housef se embarcó una noche como se embarcan miles de jóvenes llenos de ilusión y de sueños. Su familia estuvo un año trabajando para poder pagarle el trayecto y su hermano Houne que ya estaba en Europa le ayudó para pagar ese incierto viaje a lo desconocido.
El primer día avanzaron rumbo norte. Housef pensaba en balones, en campos verdes, en porterías, en sus amigos.
El segundo día el mar se volvió salvaje de manera repentina. Housef entre sus miedos se aferraba con el pensamiento a los balones del religioso y a los que había construido con sus propias manos que eran medio cuadrados y medio redondos.
No hubo tercer día.
Nunca más se supo de Housef y ahora, en el fondo del océano se encuentran los sueños, las ilusiones y un balón realizado con hojas de maíz y que Housef llevó consigo para que le sirviera de almohada en el trayecto a España donde, seguramente, conocería a Leo Messi.
Este post se lo dedico a los miles y miles de jóvenes que sueñan y que tienen la capacidad de «ilusionarse con hojas de maíz». Muchas veces los sueños se desvanecen en el mar.